Por: César Useche | Para Opanoticias.com | 7-02-2021
Difícil afirmarlo. En primer lugar porque tal noción, el ambientalismo, no estaba consolidada en los tiempos que corresponden a su existencia (1888-1928), mucho menos en estas latitudes.
En Medio Oriente, durante los siglos IX y XIII, varios tratados médicos árabes, hacen referencia a la contaminación del aire, agua, suelo y a la disposición de las basuras. Es sabido que las noblezas de las civilizaciones prehispánicas americanas, eran como los árabes, mas higiénicas y de mejores modales que los patanes y sucios españoles; disponían de cucharas para comer y se lavaban las manos, por ejemplo, y reverenciaban a a Pacha Mama.
En el viejo continente, para 1272, el rey Eduardo I de Inglaterra había prohibido la quema de carbón porque su humo se había convertido en un problema en las precarias urbes medievales. Siglos después, con el albor de la Revolución Industrial, que trajo consigo el desmesurado uso de los combustibles fósiles hasta nuestros días, se expidió una de las primeras legislaciones ambientales para regular las emisiones de las nacientes industrias químicas, como la conocida Acta Alkali de 1863 en Gran Bretaña, para controlar las emanación directas a la atmósfera de ácido clorhídrico gaseoso. Y así poco a poco, a medida que aumentada el conocimiento científico sobre la salud humana y su relación con el medio, y también la sensibilidad humanista por todos los seres de la Naturaleza, surgieron otras leyes y también las nociones de ambientalismo y ecologismo, que para la segunda mitad del siglo XX, se puede afirmar estaban consolidadas. Y hoy, hacen parte de influyentes movimientos políticos en el mundo, dada la inminencia de las desastrosas consecuencias del calentamiento global.
Así pues, ¿Rivera, ambientalista?, es difícil afirmarlo. Pero de dónde me surge la ocurrencia del titular. Hay en la obra del gran José Eustasio Rivera (en sus dos únicas creaciones Tierra de Promisión y La Vorágine), cierto halo de ambientalismo y ecologismo; para mi, es nueva perspectiva para la re-lectura de su obra maravillosa, a propósito de la celebración este 2021 de los 100 años de publicación del libro de sonetos, efemérides que no ha dejado pasar por alto el director de la Biblioteca Departamental del Huila, Miguel Darío Polanía Rodríguez; conmemoración que ocurrirá el día 19 de cada mes hasta diciembre. No hay que dejar de concurrir a estos encuentros.
No es para nada extraño ese halo del que hablo. Gracias a sus biógrafos y a los estudiosos de la obra riveriana, sabemos que J. E. Rivera, desde sus primeros años tuvo “contacto fructífero con la naturaleza” (pág. ix); que “el laberinto geográfico del Amazonas despertaba la curiosidad de Rivera” (pág. xi); que “encontraba su más íntimo solaz en los abiertos escenarios de los llanos o las florestas (…) en el secreto de los bosques intactos, en la caricia de las auras, en el idioma desconocido de las cosas (…)” (pág. x).
Para iniciar esta argumentación de lo que considero a luz de nuestro tiempo, la intuición ambientalista y ecológica de J. E. Rivera, cito lo que el poeta William Ospina escribe:
“Quiso convertir en poesía el galope brutal de unos potros por la llanura, la borrasca de crines, de resoplos y espuma, la fuga desenfrenada que deja atrás al viento mismo. Más admirable es que también haya podido capturar el fenómeno contrario, el vuelo casi imperceptible de una mariposa (...)” (pág. 5).
“Rivera se esforzó por hacer caber los pájaros y los montes de su tierra en el marco del soneto parnasiano (...) los caimanes y las garzas, la paloma torcaz, los potros sin freno y las montañas luminosas” (pág. 6).
“Pero su amor por la realidad era sincero, su mirada era nueva (…)” (pág. 6); agrego, al punto que “(…) un pequeño elemento puede contagiar su dolor, su energía y su embrujo, a la inmensidad” (pág. 6-7), como se aprecia en este verso de la ‘Paloma torcaz’, citado por Ospina:
“Cantadora sencilla de una gran pesadumbre
Acongoja la selva con su blanda quejumbre”
Continuando, hice el ejercicio de inventariar, siguiendo categorías de la ecología y la biología, las referencia directas a los elementos bióticos y abióticos en toda la extensión de los sonetos de Tierra de Promisión. Los cito, no sin advertir que uno puede entre líneas de los sonetos, casi que trazar la ruta que siguió el poeta en su tránsito desde las calientes llanuras y mesetas del Magdalena, trasmontar la “mole andina”, para descender a los llanos de la Orinoquía y las selvas del Amazonas; a pie, a caballo, mula y canoas, pues ninguna carretera existía por entonces en la atrasada Colombia de principios del siglo XX:
Abióticos
Río, agua, montaña, viento, roció, sol, roca, selva, colina, nube, volcán, farallón, páramo, pantano, llano, valle, trueno (esta lista no es exhaustiva).
Bióticos
Fauna: águila, cocuyo, garza, pez, caimán, pato, iguana, boa, pantera, jaguar, tapir, bocachicos, pejes, pavón, corunta, sardinata, nutria, ciervo [venado], danta, mariposa, abeja, serpiente, buitre, ardilla, paujil, guacamaya, luciérnaga, cóndor, zorro, murciélago, grullas, escarabajo, chilacoa, araña, lagarto, búho, cigarra, golondrina, neblí.
Flora: guadua, cámbulo, palmera, achira, mejorana, cardo, liquen, barbasco, pindo, piñuela, quina, cuesco, albahaca, musgo, arrayán, guaímaro, moriche, poleo, hongos, gualanday, frailejón.
Humanos: “indios desnudos”, “gentil calentana”, “bogas con atento oído”, “indiana de senos florecidos, que se llama Riguey”.
Otro indicio de esa intuición ecológica y ambiental que encuentro en J. E. Rivera, en su obra, está contenida en el Soneto VI de la Segunda Parte de Tierra de Promisión; en este entiendo una descripción poética de parte del ciclo natural del agua:
Embravecida, por la gris barranca
donde albos nimbos el vapor condensa,
relampagueando entre la noche inmensa
hunde su hervor la torrentera blanca
Abierto en flecos su caudal arranca,
y en el profundo vértice suspensa,
alza un iris flotante de la densa
hondura, que los rápidos estanca
Espumante, sus globos bramadores
avienta en las rompientes de granito;
bate el monte con hórridos temblores,
y al estallar su tromba de centellas,
en el cielo, azoradas por el grito,
palidecen, insomnes, las estrellas.
No afirmo que el poeta conociera de los procesos de evapotranspiración, condensación, escorrentías, formación de afluentes, que hacen parte del ciclo del agua; pero es lo que describe y narra en estos versos.
Y que decir de su finura y perspicacia en el Soneto I también de la Segunda Parte de Tierra de Promisión, para mi una evocación sin duda de nuestro Nevado del Huila; porque lo ambiental implica el conocimiento orográfico:
Perfilando sus moles sobre el dombo infinito,
la serena montaña, de dorso colosal, se columbra;
y la triple ringlera de picachos alumbra
con luceros, sus torres de vetusto granito.
De repente los vientos se despiertan al grito
del cóndor, y ofuscando la lejana penumbra,
un volcán, sobre el sueño de los montes, encumbra
su penacho flamante con rumor inaudito.
Mitológico, entonces, al reflejo remoto,
como blanco castillo de opalinas almenas,
un nevado levanta su pináculo ignoto;
y al bruñirlo la luna con temblores de argento,
hacia allá, por encima de las cumbres serenas,
como una nube blonda vuela mi pensamiento.
Las observaciones y reflexiones de J. E. Rivera del paisaje y la naturaleza eran consientes y, quizás, intencionales, premeditadas (valga el pleonasmo); como puedo derivar de los sonetos X de la Segunda Parte y XXV de la Tercera en Tierra de Promisión:
X
Mas no se sacia el alma con la visión del cielo:
cuando en la paz sin límites al Cosmos interpelo,
lo que los astros callan mi corazón lo sabe;
y luego una recóndita nostalgia me consterna
al ver que ese infinito, que en mis pupilas cabe,
es insondable al vuelo de mi ambición eterna.
XXV
Me borrará la noche. Mañana otro celaje;
¿y quién cuando yo muera consolará el paisaje?
¿Por qué todas las tardes me duele esta emoción?
Mi alma, nube de ocaso, deja lo que perdura;
y como es mi destino sufrir con la Natura,
se apagan los crepúsculos entre mi corazón.
Finalizando, vuelvo a la Presentación citada de William Ospina, para afirmar con él (perdón la inmodestia), que “en Colombia hay una mitad del país que no hemos visto. Esa enorme región de llanuras, de selva y misterio, tiene en nuestra literatura un sólo nombre: José Eustasio Rivera” (pág. 7).
Concluyo, entonces, que no se puede contestar afirmativo la pregunta del título. Pero si es claro, que en los primeros años del recién creado Departamento del Huila (1905), la reivindicación del paisaje, la exaltación de su fauna, su flora, marcó un nuevo rumbo en la apreciación de la Naturaleza; la forma como una cultura se identifica con esta, denota también su identidad; si bien J. E. Rivera, no abogó explícitamente a la defensa de los recursos naturales, si sembró semillas de una nueva sensibilidad, expuso con claridad su posición de defensa de sus habitantes y del territorio, como bien lo expone su biógrafo más autorizado [Eduardo Neale Silva. Horizonte Humano. Vida de José Eustasio Rivera]: llamó a la defensa de las fronteras amazónicas, a la apertura de caminos, a “garantizar la paz de los colonos por medio de un sistema gubernamental”, exigió la libre navegación del los ríos fronterizos, y clamó por “la redención de las tierras nacionales hasta entonces olvidadas” (pág. xvii). La denuncia de las graves injusticias y el anhelo de perfección social, si son explícitos en su obra. Y ese propósito, es común con el ambientalismo y el ecologismo contemporáneos.
La deuda de los huilenses con J. E. Rivera es enorme. La manigua no tuvo ocasión de asesinarlo cuando fue nombrado, a lo mejor con esa finalidad, como secretario de la una de las comisiones encargadas de fijar las fronteras entre Colombia y Venezuela; cargo que el aceptó con gusto por su interés de conocer, de vivir, esos recónditos parajes que desde muy joven los inquietaban; no obstante que “por desidia del Ministerio de Relaciones Exteriores de Colombia no contaba ni con los instrumentos necesarios para el trabajo encomendado, ni con las mínimas comodidades exigibles por hombres civilizados (…). Caños y raudales, playones solitarios y misteriosos, furiosos rápidos y temibles chorreras, caseríos perdidos en la soledad agresiva, vieron pasar al escritor, asediado por los insectos y las enfermedades del trópico, sin protección para las lluvias, abandonado, como los de su grupo, por las esferas oficiales bogotanas, que silenciaban toda muestra de vida y actividad oportuna (págs. xiv y xv).” Qué poco ha cambiado esa oligarquía. Obvio, que en tan penosa y peligrosas condiciones, J. E. Rivera renunció.
Pero, la manigua había hecho ya lo suyo. Las enfermedades tropicales que contrajo causaron sin duda su muerte el 1 de diciembre de 1928 en Nueva York.
Estamos en inmensa deuda con este hijo del Huila, repito, a quien expulsaron del Colegio San Luis en el municipio de Elías; sacaron a golpes de sotana de su natal Neiva, por la insidia de obispo Esteban Rojas; tildaron de loco por sus informes sobre las atrocidades de la Casa Arana ante el Congreso de la República y las pretensiones invasoras del Perú; y como si fuera poco, la pléyade literaria bogotana colmó de escándalos y polémicas, que hubo de capotear con estoicismo.
Al cura Rojas lo veneran los católicos. Misael Pastrana, el ex presidente, tiene su estatua y su mosaico en la Gobernación del Huila. Jorge Villamil Cordobés, un reguero de monumentos por toda la ciudad, en alegoría a sus canciones. Inés García, su avenida con las magníficas esculturas de los pasos y figuras dancísticas del Sanjuanero. Se dirá que J. E. Rivera, el Centro de Convenciones capitalino y el pasaje peatonal de la Carrera Quinta. Pero, opino, no es suficiente. Por Rojas acaso solo nos conocen en Roma; por Pastrana, en ninguna parte; por Villamil, quizás en varios países; pero por J. E. Rivera, en cualquier lugar del planeta donde se lea, se estudie y se enseñe literatura hispanoamericana, que les aseguro, son numerosísimos. Su dos obras, son sencillamente transcendentales.
La justicia también debe darse en lo simbólico. Por qué no decirle al alcalde Gorky Muñoz que puede seguir embadurnando de pintura el canal de La Toma, su tal ‘mural más largo del mundo’. Pero podría atreverse con algo mejor: una renovación y prolongación del pasaje peatonal; extenderlo por oriente y occidente sobre la avenida de La Toma, desde la Carrera 16 y hasta el río Magdalena; mediante un novedoso rediseño arquitectónico de ese espacio, con amoblamiento urbano útil, pero sobre todo, pedagógico: un conjunto de esculturas en bronce alegóricas a la obra riveriana (Tierra de Promisión y La Vorágine); todos sus sonetos publicados en placas de bronce o mármol, con instalaciones electrónicas para que los visitantes propios y ajenos, al oprimir un botón, los escuchen declamados en español e inglés.
Sería una obra bella, monumental y perdurable, a la altura del autor que se exalta. Todo eso da para un concurso nacional de arte y arquitectura, que podría ser estructurado este año, con ocasión del centenario del libro de sonetos, y quizás inaugurarse (al menos en parte) en 2023, al término del mandato del actual mandatario municipal, y un año antes del centenario de la publicación de la novela. ¿Qué dice alcalde?
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