Por: César Useche | Para Opanoticias.com | 28-02-2021
Termina febrero, mes en el que con bombos, premios y agasajos se celebró el Día del Periodista. Que me llamen aguafiestas pero no hay mucho motivo para tanto.
La situación de seguridad y de los Derechos Humanos en Colombia es desastrosa. Sin ninguna exageración, superamos con creces a las dictaduras militares que existieron décadas atrás en el llamado Cono Sur de América Latina. Incluso, a otros países del mundo con regímenes autoritarios. La alta comisionada para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet la reconocida ONG Human Rights Watch; representantes y senadores del Congreso de los Estados Unidos de América; y desde luego, las ONG e instituciones colombianas dedicadas a su promoción y defensa (salvo la Fiscalía General de la República) han hecho públicos informes aterradores, escalofriantes, al tiempo que exhortan al Gobierno de Colombia a tomar medidas eficaces para frenar la barbarie.
Hasta la barranquillera Yésica González, que hoy hace parte del parlamento de Cataluña, piensa en hacer visible los asesinatos de líderes sociales desde la dignidad que ostenta en España, en contrario de los busca el gobierno, minimizar, negar, esconder el problema.
La percepción de inseguridad ha mejorado solo en virtud del confinamiento y no por acciones eficaces de las autoridades. Al menos eso puede pensar uno, frente a los resultados de la reciente encuesta de convivencia y seguridad ciudadana del DANE: del 43.7% de personas que dicen sentirse inseguras en 2019, pasamos a 39%.
El asesinato de líderes sociales y de ex FARC, corre por cuenta de las mafias del narcotráfico, la minería ilegal, los despojadores de tierras, las FARC en disidencia, los paramilitares en connivencia con integrantes de la Fuerza Pública y de extremistas de derecha. Así, no son sólo razones económicas las que existen de fondo, sino políticas e ideológicas, que buscan el exterminio de la oposición, como casi lo logran con la Unión Patriótica.
Todos estos sectores enemigos de la paz y la justicia social, se sienten hoy envalentonados, por encima de la ley, porque se saben respaldados por el gobierno y su partido, el Centro Democrático. La “paz con legalidad” no es más que otra consigna vacía del gobierno de Duque.
Al menos 182 colombianos que de una u otra forma se opusieron o se cruzaron en el camino de los enemigos, no ya agazapados como se decía unas décadas atrás, sino visibles e impunes, fueron asesinados en 2020, según la ONG Indepaz.
El gobierno se ha enfrascado en el negacionismo, en los intentos por distorsionar las cifras, en tender cortinas de humo, en cooptar los organismos de control e investigación estatales, en acusar a los vecinos (Venezuela, Ecuador) ignorando la viga que llevamos encima.
Y más allá de la discusión de las cifras y de a quién se considera un líder social, no puede soslayarse que el deber de las autoridades es proteger la vida y la integridad de todos los habitantes del país, nacionales y extranjeros, independiente de su condición o actividad. Es la primera de las finalidades esenciales del Estado. No obstante, hacer una discriminación positiva de las personas que dedican esfuerzos en organizar las comunidades, liderar causas sociales y ambientales, en defender y promover los Derechos Humanos, en ejercer la libertad de prensa, entre otros, es necesaria e indispensable.
Los sectores afectos al gobierno, y los espurios que se benefician de él, llaman a “rodear a las autoridades” sin “mezquindad”, sin “cálculos políticos ni arrogancias” personales. Pero como reza la expresión popular ‘un burro hablando de orejas’, porque el gobierno de Duque de lo que sí ha dado muestras es justo de eso: de mezquindad, arrogancia, cálculo político, antipatía, parcialidad, manipulación y su total adhesión al sub júdice Álvaro Uribe Vélez. Duque, como afirma Ricardo Silva en El Tiempo, vive e insiste en “el país del no, sin JEP, sin violencia estatal y sin guerra”.
Y en ese contexto, los periodistas no escapan al homicidio, la censura, la amenaza, la precariedad laboral; circunstancias agravadas por la pandemia, la irrupción abrupta de la virtualidad y de las tecnologías de la información, y la crisis económica de los medios tradicionales por la migración de los ingresos por publicidad a la esfera digital; todo a la vez, sin tiempo de adaptación. Varios aspectos del oficio están cambiado para bien y para mal, que temo no será temporal sino definitivo. Y la cereza del pastel ha sido el incremento de las violaciones al ejercicio de la libertad de expresión.
En la mayor parte del mundo, el ejercicio del periodismo se debate entre “una situación más bien buena” y “una situación muy grave”, de acuerdo al monitoreo global de Reporteros sin Fronteras (RSF). Únicamente Portugal, Irlanda, Noruega, Suecia, Filandia, Estonia, Dinamarca, Alemania, Países Bajos, Bélgica, Suiza, Liechtenstein y Costa Rica, clasifican como “una situación buena”. Trece naciones, un número muy pequeño, infortunadamente.
Cómo afirma la Federación Internacional de Periodistas (FIP), “no puede haber libertad de prensa si los y las periodistas ejercen su profesión en un entorno de corrupción, pobreza o temor”, que es justo el cuadro de Colombia. No gratuitamente ocupamos el puesto 130 (entre 180 naciones) en la lista mundial que elabora RSF. Penoso lugar, para un país que se ufana se ser el de ‘mayor tradición democrática’ en el subcontinente. Otro lugar común, hueco. “En Colombia siguen siendo frecuentes las agresiones, las amenazas de muerte y los asesinatos de periodistas, por lo que aún es uno de los países más peligrosos del continente para la prensa”, afirma RSF.
Las Naciones Unidas, a través de Unesco, proclaman la libertad de expresión y sus consecuentes, la libertad de prensa y la libertad de información, como “derechos derechos fundamentos de la democracia, el desarrollo y el diálogo, y básicos para la protección y la promoción del resto de los derechos humanos”. Pero lo instituido por la ONU, y también por la Constitución Política y la leyes colombianas, distan mucho de la realidad. Veamos.
En el informe más reciente de la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP) de Colombia, publicado el pasado 9 de febrero, se documentan 449 ataques contra la prensa en el país, 253 de tipo físico, ocurridos durante 2020, cifra que incluye 193 periodistas amenazados, 10% más que en 2019, y dos asesinatos, el de Felipe Guevara en Cali y el de Abelardo Liz en el Cauca.
Pero además, consigna el informe las amenazas, homicidios, desplazamientos y el exilio se han agudizado “de manera significativa” en los últimos cuatro años: 1.013 agresiones contra periodistas. En ese lapso, ocho de ellos fueron asesinados.
Las principales vulneraciones a la libertad de prensa en 2020 fueron:
amenazas, 152 casos frente a 90 en 2016
obstrucción al trabajo periodístico, 44 frente a 38
agresiones físicas, 30 frente a 36
estigmatización, 19 frente a 17.
Para el caso del Huila, según la agremiación Coperhuila, cuatro profesionales están bajo el yugo de la amenaza: Luis Fernando Gómez Cera, Ginna Piragauta, Norberto Antonio Cataño Buitrago y este columnista.
A mediados de junio de 2020, en la misma semana que las presuntas Águilas Negras mediante panfleto me amenazaron estando en La Montañita, cinco colegas más también lo fueron: Luis Eduardo Alegrías, Germán Arenas, Dubán García y Jairo Figueroa en Mocoa, y Julián Andrade (Puerto Asís, Putumayo).
La respuesta gubernamental ha sido claramente deficiente, e incluso errónea, como en el caso del proceso de evaluación de riesgo e implementación de medidas de protección a periodistas. “Es imperioso que la Unidad Nacional de Protección cree alternativas dirigidas a proteger y cuidar de manera efectiva a los y las periodistas”, ha solicitado con insistencia la FLIP.
En la presentación del informe anual el director ejecutivo de la FLIP, Jonathan Bock, ha dicho: “el Estado Colombiano apuntó nuevamente sus armas, sus recursos y su capacidad de intimidación contra la prensa. Todo esto ocurrió al mismo tiempo que la pandemia y la crisis económica sacudieron a los medios.
“Una operación de espionaje, abuso de la fuerza policial contra la prensa durante las manifestaciones, y la actitud displicente por parte de funcionarios del más alto nivel suceden con tal flagrancia y reiteración que es imposible no asumirlo como un mensaje contra el periodismo. Como si el periodismo fuera el enemigo”.
Así que se fue febrero, el mes del periodismo. Y a la vista, no hay signos de que la situación mejore. Ni por la actitud del gobierno, ni por la creciente iniquidad social. Y en esas circunstancias apremiantes, tendremos que seguir trabajando: bajo el fuego.
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